Unas mafias medran principal o totalmente en la oscuridad, por ejemplo los traficantes de armas o personas, o los hackers.
Otras, las que explotan a numerosos ‘usuarios finales’ –drogodependientes, pequeños comerciantes o proxenetas extorsionados-, requieren, para su negocio, de una cierta imagen pública más difundida.
Esa imagen pública se conseguía tradicionalmente –los gánsteres americanos– por la ostentación (predominantemente ‘local’): los haigas, las compañeras despampanantes, la crueldad ejemplarizante; ciertas ayudas a desprotegidos (Medellín).
Ahora, los mafiosos en busca de publicidad –sobre todo los más jóvenes, los de las generaciones ‘digitalizadas’– recurren ampliamente a las redes sociales.
No pueden discutirse los beneficios de las redes sociales (sobre todo para aquéllos de sus promotores que han sabido materializarlos), pero también para quien desea comunicaciones más ‘globales’ rápidas y baratas.
Las redes sociales atraen a las nuevas generaciones –también a las de mafiosos– con un potente magnetismo: así, están llenas de basura y virutas como las que nos mostraban de niños, atraídas por el imán. No cabe duda también de que hay numerosas y valiosas menas, aunque cada vez cueste más separarlas de la ganga.
Los mafiosos digitalizados, por una parte, sucumben a ese magnetismo y por otra tienen la necesidad de recurrir a las redes, quizá el actual medio más eficaz para comunicar con sus usuarios, también digitalizados.
Pero en ocasiones, caen en la estupidez. Es el caso, por ejemplo de José Rodrigo Aréchiga, “el jefe de sicarios [… del] brazo armado del cártel de Sinaloa”, detenido, con identidad falsa, por la policía holandesa en el aeropuerto de Ámsterdam hace unos meses, y extraditado a los EEUU. Aréchiga, que estaba en busca y captura, iba anunciando a bombo y platillo, en las redes sociales, su viaje desde México y su escala previa en Madrid.
Más información, en el excelente reportaje de Lucia Magi y el recuadro en el mismo de Juan Diego Quesada, de donde procede la información anterior.
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